Sacar partido al miedo

 

  En la actualidad los trastornos relacionados con el miedo experimentan un incremento asombroso en Occidente. Según la OMS, la ansiedad, los ataques de pánico, las fobias o las obsesiones afectan aproximadamente a un 15% de la población y constituyen uno de los primeros motivos de consulta médica y psicológica.

 Esto sucede, paradójicamente, en una sociedad que ha alcanzado unas cotas de seguridad y esperanza de vida difíciles de imaginar hace sólo unas pocas décadas.

  A pesar de disponer de excelentes avances médicos y tecnológicos que permiten tener mayor control y protección a todos los niveles, el miedo, más que debilitarse, aparece con mayor fuerza. Cada vez son más las personas que, sin razón aparente, sufren una intensa crisis de ansiedad que rompe su sensación de tener una vida ordenada y controlada. Otras se sienten dominadas por temores irracionales sin saber cómo librarse de ellos. El miedo a menudo se infiltra en las relaciones, en el trabajo, en los proyectos futuros, turbando la tranquilidad y limitando las posibilidades personales.


¿Cuál es nuestra relación particular con el miedo? ¿Hasta qué punto nos afecta y bloquea?


  Esta emoción, indispensable para la supervivencia, también puede arruinar la vida. Solemos relacionarnos con el miedo con desconocimiento y de manera poco eficaz. Una opción, más inteligente pero a menudo más difícil, supone mirar cara a cara lo que produce temor, a fin de comprender el miedo y aprender a afrontarlo.

 

  “Anatomía del miedo” indica que frente a esta emoción los animales tienen cuatro tipos de reacciones: la huida, el ataque, la inmovilidad (lo que comúnmente se conoce como “hacerse el muerto”) y el sometimiento.

 La especie humana, añade, además de estas respuestas ha incorporado una nueva: actuar como si no tuviera miedo, es decir, negarlo.

  Intentar suprimir el miedo equivale a ignorar una señal de alarma que avisa de la existencia de un fuego. Silenciar la señal no significa que el fuego deje de existir, sino que incrementa las posibilidades de que se extienda o resulte más destructivo.   De igual modo, sentir miedo no supone un problema en sí, sino que más bien apunta a una dificultad que conviene abordar.

 

La trampa del miedo

  Sogyal Rimpoché, autor de “El libro tibetano de la vida y la muerte”, recalca que “el miedo siempre está dispuesto a ver las cosas peor de lo que son”.

  Los temores que nacen de la razón y no de un peligro real suelen gestarse en el pasado, en las vivencias negativas que un día ocurrieron, o proyectarse hacia el incierto futuro. Por eso la manera en que se responde en el presente no siempre es la más adecuada: se puede temer a algo que quizá supuso una amenaza pero ya no lo es, o bien sentirse aterrado ante un peligro inexistente.


  “El miedo es un monstruo inventado por nosotros mismos que luego nos espanta y persigue. Pero en tanto construimos nuestros miedos, también tenemos la capacidad de disolverlos y superarlos”.


  El miedo hace que nos sintamos débiles, impotentes, vulnerables… Por eso la respuesta ante esta emoción suele ir dirigida a aumentar la sensación de seguridad. Cuando el peligro es real esto impulsa a protegerse, pero cuando el temor lo crea uno mismo el pensamiento suele reemplazar a la acción.

  Observarse, por ejemplo, a uno mismo o al entorno con aprensión temerosa facilita que se encuentren señales inquietantes que disparan el círculo vicioso del miedo.

 La ansiedad, como manifestación del miedo, genera intensas sensaciones como tensión, opresión, ahogo, mareo, aceleración del pulso… Cuanto más miedo producen estas sensaciones más se intentan controlar, lo que a su vez aumenta la ansiedad. Mientras que seguir la tendencia natural de evitar o huir ante lo que produce temor aporta una tranquilidad inmediata, pero con cada retirada el miedo avanza y gana terreno. Toca el miedo y se desvanecerá.

 

  En algún momento conviene valorar hasta qué punto los propios miedos impiden llevar a cabo lo que se desea o desarrollar las capacidades personales.

  Sean concretos o difusos, monstruosos o pequeños, todas las personas tienen algún tipo de temor. Puede tratarse del miedo a fallar, a perder el control, al compromiso, a la enfermedad, la muerte, o incluso se puede temer al propio miedo… La cuestión radica en cómo se maneja esta emoción.

 

  Siguiendo la famosa máxima de Abraham Lincoln, quizá la mejor manera de derrotar al enemigo sea trabando amistad con él. Como sucede en esas pesadillas en que alguien se siente perseguido y cuanto más corre más se acerca la amenaza, sólo mirando cara a cara lo que causa temor es posible romper el círculo vicioso del miedo.

  Así, al observar detenidamente qué aspecto tienen nuestros temores, cuándo aparecen o por qué resultan tan espantosos, se despejan las fantasías que se construyen alrededor de la inquietud. Es una manera de poner límites a ese monstruo informe e imponente llamado miedo. Pues al dar nombre a lo que se teme y al reconocer al miedo por lo que es: un miedo y no una realidad, parte de su poder se desvanece.

 

Un deseo oculto

  A menudo aquello que más se desea es lo que más atemoriza. Un hombre a quien le atrae una mujer puede sentir pavor a la hora de acercarse para hablar con ella.   Querer triunfar a nivel profesional puede generar un terrible miedo al fracaso. Alguien que anhela tener más amistades quizá siente temor a mostrarse tal y como es.

Escribió el poeta mejicano Amado Nervo. Así pues, sólo cabe preguntarse: ¿qué anhelos se ocultan tras nuestros temores? Cuando el deseo sea más fuerte que el propio miedo acaso estaremos más dispuestos a afrontarlo.   Entonces el temor dejará de ser un enemigo interno para transformarse en auténtico valor.

 

                                                                      El País Semanal. Noviembre 2007


 

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